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Y rompiste a llorar
en el mismo momento en que se rompió el abrazo.
Y volví a dudar entre seguir huyendo
o ponerme a llorar yo también.
Y volví al abrazo,
y a tu cama,
y a una mañana atrapado en tus piernas.

Fue una mala idea.
Lo vi en tus ojos cuando te corriste.
Aquellos gemidos no eran los estertores del sexo,
era un grito de esperanza.
Una advertencia:
«Todo volverá a empezar
a no ser que lo detengas».
Pero yo ya no estaba allí,
atenazado por tus piernas,
sino en la huida que debí haber emprendido
la noche anterior.

Y ahora me dedicarás aquello de
«te odio como no se puede odiar a nadie más»
y todas las canciones de despecho y mercromina.
Yo no presentaré ninguna enmienda.
No diré nada.
Nada más.
Ya dije suficiente,
incluso cuando creías que nunca escribía sobre ti.

Y ojalá nunca hubiera tenido que hacerlo.
Ojalá pudiera, como todos los demás,
quedarme en las aguas tranquilas de septiembre
como si nunca fuera a llegar el invierno.