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Sin respiración.
Un segundo más y todo estará bien.
Silencio.
No me sueltes la mano.
Es otra noche más,
como todas las demás.
No estás despierta ni dormida,
pero en algún lugar dentro de ti
todavía puedes oírme,
y me puedes oír respirar,
y decirte que vas a estar mejor,
y que nunca quise hacerte daño.

Cierro los ojos.
Trato de dormir,
y rezo para que mañana todo haya acabado.
Por un momento
me convenzo de que creo en los milagros.
Pero, en realidad, lo único milagroso es
que no vieras nada de esto venir.
Y así, abrazados en la ceguera,
llegamos hasta aquí,
y yo te solté la mano.