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La bandada de pájaros ha volado
de la cruz metálica del Calvario
hacia nidos que son en parte excremento, en parte árbol.
Vuelo con ellos.
Desde una realidad equilibrista
hasta el pánico de enero.
Vuelo con ellos
sin comprender del todo qué mecanismo
me sostiene a un centímetro del suelo.
Sé que no es el tacto,
porque no siento.
Sé que no es una canción,
ni un «te quiero».
No es nada de eso y, para mi sorpresa,
sigo alejándome del suelo
en una sucesión de momentos
que fingen ser eternos.
Pero no lo son.
Que fingen ser perfectos,
pero no lo son.
¿Dónde piensas buscarme
cuando el perdón te permita equivocarte de nuevo?
¿En el suelo? ¿En el cielo?
¿En agosto o en enero?
¿A qué lado de nuestro muro de Berlín
te apetece que volvamos a desangrarnos?
Te diría que no me buscases
en ningún lado,
pero lo más probable es que me encuentres
cuando yo te esté buscando.
Desangrado, claro.
Quizá esta sangre fuera el lastre
que me retuvo en el Calvario.
Como el cemento al árbol.
Como el excremento al nido
y a los pájaros.