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Coqueteamos con el desastre.
Nos medimos las fuerzas
antes de entrar en combate.
Te conozco bien;
cada centímetro de piel que te abriga
y cada mina de proximidad alojada en tu cabeza.
Podría recorrer toda tu vida
saltando de explosivo en explosivo.
Y tú podrías recorrer la mía
de escondite en escondite.

En el fondo, dicen, somos buenas personas;
pero no ven las serpientes que se mueven, veloces,
entre la rabia y los caprichos
de dos niños que no siempre tienen lo que quieren.

Nacimos con la rara hablidad
de lanzar cuchillos al mismo centro del corazón.
Sabemos hacer daño;
sabemos dónde duele.
Nuestro continuo espacio/tiempo
es un continuo acto de contención.
Porque ya no queremos hacer más daño.
Ya fue suficiente.
Ahora, como una vez me dijiste,
es hora de recoger lo sembrado,
y no lamentarse.

Hace dos años que chocaron dos planetas;
dos bolas de fuego y metal
que habían viajado desde rincones opuestos del universo.
Y en vez de un holocausto nuclear
encontramos calma
y un poco de perplejidad.
Y canciones.
Y charlas hasta cansar a la madrugada.
Y follamos hasta agotar el oxígeno de la habitación.

No sé qué sembramos allí,
en aquella habitación cambiante.
No sé si lo que sembramos se quedó allí;
en parte sudor, en parte promesas
(o juramentos).
«Quiero que me folles siempre»,
todavía parece una constante.
Una certeza de la que huir;
otro acto de contención
para no coquetear de nuevo con el desastre
ni dejar un rastro de víctimas colaterales.

Sí, lo sé,
otra vez estoy hablando de mí.
Pero no comprendes que la noche en que chocaron los planetas
nació alguien diferente,
con la sangre del que fui
y el sabor de unos bombones baratos.
Y que ahora estás aquí. Sigues aquí.
Así que también hablo de ti.
Escribo esto con la tinta
de los fluidos que te arrebaté.

El dolor se fue,
y casi toda la tristeza.
Queda esta mañana bajo el sol pálido de febrero
y algo de temor al pensar
que, quizá, no todo ha terminado.