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Míralos.
No saben que están ciegos.
La esclavitud se abolió mucho antes de que nacieran,
pero ellos prefirieron quedarse aquí,
en esta cueva,
alimentándose de miedo y fantasía
—que acaso sean siempre la misma cosa—.
Le dieron la espalda al mundo de ahí fuera
y, pasado el tiempo, mucho tiempo,
la oscuridad se volvió blanca
y dibujaron sus siluetas en la pared manchada
por el humo negro de la hoguera.

Y, poco a poco, renunciaron a la vida.
Y cuando esta ya no mereció llamarse vida,
entonces el miedo desapareció
y se entregaron con fanática fe a una ilusión, a una mentira.
Fuera no había nada.
«Fuera» ni siquiera existía.
Sellaron con grilletes en los tobillos
su voluntad de permanecer lejos de los hombres
y ahora las cadenas parecen nacer de la pared negra.

Silencio y oscuridad.
Ya no queda nada con lo que alimentar la hoguera.
Los grilletes no tienen cerradura
y cada noche creen morir de frío, de hambre, de sed.
No se hablan.
No tienen nada que decirse.
Han olvidado casi todas las palabras
y aunque alguno, a veces, murmura rezos
y suplica por un rayo de luz,
la voz es tan frágil que no produce eco.

Llegará la muerte,
enviada por Dios o por las leyes de la naturaleza.
Pero para entonces no quedará nada por lo que morir;
porque la muerte sería un abrazo reconfortante
en esta soledad devastadora.