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Estabas aquí
y de repente ya no estabas.
Sólo me queda tu aroma en los dedos
y las líneas maestras de tu espalda
dibujadas en el vaho de los cristales.

Sé que no puedo retenerte.
Que no voy a pronunciar las palabras
que te confinarían en esta habitación.
Que tampoco tú las dirás.
Solo tomaré las riendas si me lo imploras
y yo solo pondré en tus manos mis cadenas
cuando el cosquilleo en la sien torne en una brutal explosión
que corte el aliento
y detenga por un minuto nuestros corazones.

Volvemos al principio.
Vuelves a estar aquí para volver a irte.
Pero, ahora, todo alrededor de esta cama
se ha llenado de eso que escondes tras tu sonrisa arrogante
de ratita presumida.
Despliegas tus alas negras y amarillas,
que son una advertencia:
PELIGRO. NO PASAR.
Y aun así dejó que me envuelvas en ellas,
porque, como una vez te dije,
mis miedos no son de este mundo de ciegos e hipócritas,
y en este preciso instante
—no mañana, no dentro de un rato—,
en este momento tan fugaz como un pestañeo,
solo temo perderte de vista
y que no quede vaho en los cristales.