Coloqué aquella silla para ti.
Esperé hasta que ya no quedó más tiempo.
La silla seguía vacía, pero algo se había instalado dentro de mí.
Un pasajero desconocido y silencioso.
Un compañero fiel que no hacía preguntas.
Un asesino implacable que dio caza a toda mi ira
y a todo el desgarro.
Al principio tuve miedo.
Había perdido tanto tiempo contemplando tu ausencia.
Asustada, le dije a mi nuevo compañero:
—No sigas. La ira y el desgarro son lo único que tengo.
Y sé que me oyó, pero no pronunció palabra.
Persistía en su empeño de vaciarme del todo;
de vaciarme de todo.
Ha empezado a borrar tu imagen,
como quien vuela por los aires la imponente estatua de un dios,
o de un tirano.
Cuando solo quedaban tus escombros, he sentido frío,
y por primera vez he oído su voz:
—Ahí tienes madera. No hay necesidad de pasar frío.
Aunque estoy débil, después de tanto tiempo sentada,
he logrado levantarme y acercarme a la silla.
La he agarrado,
y concentrando en tu recuerdo las pocas fuerzas que me quedan,
la he estrellado contra la pared.
Se ha roto en 23 pedazos;
uno por cada vez que me dejaste caer
y otro más por la única promesa que te pedí que no rompieras.
Ahora estoy sentada de la hoguera,
donde arden tu olvido y el mío.
Sé que mañana me dolerán las piernas,
pero el dolor me recordará que he vuelto a ponerme de pie.
Que otra vida es posible.
Que ya no estoy sentada delante de una silla vacía.