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¿Dónde quedó tu fantasía de una isla desierta?
Tus sueños de náufrago.
Nada en el horizonte, excepto el océano.
Y nada detrás de ti, salvo la jungla y más oceáno.

¿Cuándo dejaste de bailar con la soledad?
¿Cuándo llegaste a la conclusión
de que no era amor lo que os unía,
sino un secreto escondido en lo más profundo de tu carne?
No era tu compañera,
solo una cómplice necesaria
(y sacrificable, llegado el momento).
Y el momento llegó.
Hace años, a los pies de un castillo;
contemplando la oscuridad de un cielo alzado en armas,
presagiando la devastación del inminente huracán.

Entonces la besaste,
o ella te besó a ti.
Entonces os mirasteis
y todo el pasado te atravesó
como el aguijón de un escorpión gigante.
Ella seguía mirándote.
No veía la sangre que brotaba de tu pecho con violencia.
Quisiste huir,
pero el camino de vuelta no existía.
Sus escombros se elevaban en espiral con todo lo demás
hacia las entrañas del huracán.

Y eso solo fue el principio.
No era lo que querías, era lo que iba a ser.
Y nada de aquello iba a pasar, porque ya estaba pasando.
Quisiste volver a las andadas.
Enterrar su nombre en tu carne
con el resto de los secretos,
con el resto de los cadáveres.
Pero la herida del aguijón seguía abierta
y por ella escapaban los secretos y las letanías de los muertos.
Intentaste cerrarla con jirones de tu propia piel
y con arena, y con el polvo blanco del fondo del botiquín.
Incluso con la saliva de ella.

Pero no funcionó.
Nada funcionó.
Lo de dentro estaba fuera
y fuera todo había tornado amarillo rojizo, casi negro.
Los estertores de una estrella.
La necesaria aniquilación de lo que habías sido,
de lo que habías hecho, de lo que habías escrito.

Ahora te ríes
y las lágrimas descubren nuevos caminos en tus mejillas.
Aquí, en tu isla, en tu orilla.
Aquí. Recuérdalo. Estás aquí.