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Estabas allí parada, sola. Aquella columna era tu única compañía. Te besé en la mejilla y me marché en silencio, dándote la espalda. Como Judas. Pero Judas besó a Jesús por dinero; yo te besé por desprecio. O al menos eso era lo que quería sentir. Pero no podía. Pero no no puedo.
Sé que estás asustada. Sé que en realidad eres una niña. Una niña sola y asustada que no sabe querer, pero que desea con todas sus fuerzas que la quieran. Lo sé, y lo siento. Nadie puede saltarse las reglas más elementales de este juego. Nadie. Y no hay excusas, niña.
En el día después ha vuelto la tristeza, pero le he abierto la puerta y pronto se irá. No tiene nada que hacer aquí. Porque aquí no queda nada, y lo poco que quedaba se ha convertido en ceniza, y la ceniza en polvo, y ahora te estoy respirando.
No te entiendo, niña. O quizá sea que prefiero no entender. Nunca había conocido a alguien como tú. Nadie quiere volver al epicentro del terremoto, y ya no confío lo suficiente en mis reflejos.