El amor… Ay, el amor…
Me has contado tantas veces esa historia que la he incorporado a mi biografía. Pero no; esas fotos no son de nadie por quien quisiera morir. O sí; tal vez morir sí. Nada más. Moriría por mucha gente, ¿sabes? Sólo para evitar los remordimientos. Sólo para no quedarme solo, de madrugada, con los pensamientos que ya conoces. Pero eso no es amor. No es el amor de tus historias; no hay mariposas, ni asaltos al corazón, ni ese tipo de felicidad capaz de destruirte.
Tú necesitas sentirte querida; yo querría que me adoraran. Y esto también los sabes. Siento una necesidad casi toxicómana de ser el foco sobre el escenario, la única estrella en el firmamento de alguien, el que mejor puede entenderte, el que te salvará, el que… Todo. Y cuando todo es casi todo entonces me empeño en despreciarlo casi todo.
Dentro de mí hay un niño caprichoso, porque está asustado. Porque los caprichos son a veces el único idioma que entiende y a través de ellos puede sentir, y sentir es lo que más desea y lo que más miedo le da. Por eso hace promesas, y jura y perjura. Por eso cae en las trampas que él mismo coloca a su paso como migas de pan.
Pero digamos que te elijo a ti. Que amordazo al niño y deslizo por debajo de la puerta este papel que dice, «Me quedo contigo». Digamos que lo hago. ¿Entonces qué? ¿Cuál sería el siguiente paso? ¿Me abrirías la puerta sabiendo lo que ahora sabes? Que el principio fuiste sólo otro capricho, otra condecoración en la solapa de mi vanidad. Que ahora que se acaba el papel me estoy echando atrás. Que no sé si quiero que leas esto.