Hoy he llegado por fin a las puertas de mi cabeza. Son puertas enormes, gigantescas; preparadas para resistir cualquier asedio. Al menos en apariencia. Cuando ya casi las podía tocar he descubierto que había debilidades estructurales y grietas en cada palmo del metal reforzado que las recubría. Cualquier ladrón con una cierta pericia podría abrirlas; cualquier racha de viento, cualquier tormenta, hasta la más pequeña, podría derribarlas. Caerían como un castillo de naipes golpeado por una gota de lluvia. La reacción en cadena sería inmediata e imparable. Fatal. Pero no he querido derribar mis propios portones. Aunque inútiles –ahora lo entiendo-, me llevó demasiados años construirlos. Así que he utilizado esta llave de bronce ennegrecido que anoche encontré perdida en un cajón. La he introducido en la cerradura y tras vencer la resistencia del óxido he conseguido girarla y liberar el cerrojo. He empujado una de las puertas con suavidad, consciente ya de lo frágiles que son, y he entrado.
Por dentro mi cabeza es como una biblioteca, o una catedral. Una biblioteca tan grande como una catedral. Filas y filas de estanterías imponentes, llenas de libros. Todos los diarios de mis recuerdos, incluso los que olvidé, están allí dispuestos en orden cronológico. ¿Alguna vez os habéis preguntado cuánto ocupan todos vuestros recuerdos? ¿Cuánto ocupan una hora, un minuto, de recuerdos? Aquí lo tenéis; una catedral de techos tan altos que a duras penas los puede uno divisar desde abajo. Aunque no son los recuerdos lo que he venido a buscar. No, estoy aquí para visitar a esas criaturas que aún no puedo ver pero que oigo moverse en la penumbra de los rincones, en los mil y un escondites que ofrece mi cabeza, ocultándose, estudiándome. Nunca, nadie, entra aquí; es normal que estén nerviosas.
He seguido avanzando por la biblioteca-catedral y poco a poco han ido abandonando sus escondrijos y acercándose. Con miedo, deteniéndose o reculando si yo hacía algún movimiento demasiado brusco, si me giraba, si me paraba; como indígenas de una tribu milenaria ante la llegada de un extraño a sus dominios. Cuando han estado lo suficientemente cerca por fin me han reconocido, pero no han dejado de recelar ni de escrutarme. “No hay nada que temer”, las he tranquilizado. Miedo, Amor, Duda, Deseo, Orgullo, Compasión, Inseguridad, Vergüenza, Crueldad, Envidia, Tristeza, Alegría, Ira… Todas están aquí, todas; rodeándome, preguntándose tal vez qué ha venido a hacer el amo del castillo. El amo, en teoría. Quizá no lo sepan, pero he sido yo el que siempre ha estado a su merced, a su servicio, y no al revés. Aunque no veo a la criatura que he venido a buscar, no ha salido a recibirme con las otras. Les he hecho un gesto con la mano para que abran el círculo que han formado a mi alrededor y he empezado a avanzar escoltado por las enormes estanterías y seguido de cerca por las habitantes de mi cabeza.
El pasillo que tengo por delante parece infinito, pero quien busco no debe de andar muy lejos. Estas criaturas siempre están juntas, ninguna de ellas hace nada sin que lo sepan las demás y por sus miradas, sus cuchicheos, diría que ya saben lo que hago aquí. He avanzado un poco más. Entonces la he visto, he visto su silueta tratando de esconderse tras uno de los pilares de esta suerte de galería descomunal. Al darse cuenta de que la he descubierto se ha encaramado a una de las escaleras de mano que se utilizan para acceder a los estantes más altos. Me he acercado a la escalera. “Baja”, le he exhortado en tono amable pero firme. Ni caso. Mi orden le ha sobresaltado aún más y con un par de impulsos ha ascendido cuatro o cinco metros. “¡Que bajes te digo! No te va a pasar nada”. Esta vez mi voz no le ha hecho continuar la escalada, pero tampoco me ha obedecido. He optado por una estrategia menos imperativa. Me he alejado unos pasos de la escalera y me he sentado en el suelo. El resto de las criaturas han hecho lo mismo, se han sentado a mi lado o detrás de mí, expectantes, como niños de colegio que vaticinan la regañina a uno de los suyos.
Al verme allí abajo, congregado con todas sus hermanas, y después de unos minutos de vacilación, Vanidad ha empezado a bajar; primero peldaño a peldaño, temblorosa, para completar el último tramo de un señor salto. Un salto de dos metros, como mínimo. Ha aterrizado con un sonido seco que ha reverberado en toda la biblioteca y que ha hecho temblar el suelo. Las otras criaturas se han asustado y se han echado para atrás casi por instinto. Saben que Vanidad es la verdadera dueña del lugar. No tienen claro que pueda domeñarla o someterla. Yo también he sentido un pequeño escalofrío al verla incorporarse después de su fabulosa demostración de agilidad y fuerza. Es la criatura más grande de mi cabeza, sin duda. Pero ya lo sabía. Aunque no ha sido hasta ahora que la tengo delante, a apenas ocho o diez pasos, que he tomado conciencia de lo mucho que ha crecido. Las demás parecen enanos, hobbits, a su lado; diminutas, indefensas. Es a ella a quien más y mejor he alimentado, la única que siempre ha tenido una habitación para ella sola y todas las comodidades. Se ha movido a sus anchas por esta frágil fortaleza y, como cualquier malcriado, ha aprendido a imponer su voluntad en todo momento, en toda circunstancia. No tiene más armas que su envergadura y sus gritos; pero es más que suficiente para que Amor, Vergüenza, Duda, Alegría y el resto de sus hermanas se plieguen a sus caprichos, y yo con ellas.
Hoy, sin embargo, no hay gritos, no hay berrinches. Vanidad se ha sentado en el suelo enfrente de nosotros y todos hemos asistido a un fenómeno extraordinario. Ahí, a pocos metros, sola y aislada, ha agachado la cabeza y ha empezado a menguar. Se ha empequeñecido tanto que ahora es la más insignificante de todas las criaturas. No me ha sorprendido. Vanidad es tan grande o tan pequeña como los demás creen que es, y ahora está asustada, y sabe que sabemos que está asustada. “Puede volver a crecer”, les he dicho a las otras, “pero recordadla así, porque este debe ser su tamaño. Si grita, dejad que grite. Si pide, dejad que pida. Si se queja, no hace falta que acudáis en su ayuda. Ella, como vosotras, puede arreglárselas sola. Lo único que quiere es toda vuestra atención, toda nuestra atención. No se la daremos”.
Parecen aliviadas y contentas. Desconcertadas, pero emocionadas por este nuevo orden. Vanidad sigue cabizbaja, aún más pequeña que antes. Me he levantado y me he acercado a ella. La he tomado entre mis brazos. “No todo ha sido un error”, le he susurrado al oído. “Por ti he hecho cosas de las que nunca me creí capaz”. Ha alzado la mirada y he visto en su cara algo parecido a una sonrisa. “Pero he pagado un precio demasiado alto. Me has hecho perder cosas que nunca creí que perdería. Me has quitado el sueño y hasta las lágrimas”. Creo que lo ha entendido. Creo que no hacía falta que se lo dijera. Me he girado hacia las demás: “Siempre que una de vosotras se hace más fuerte las demás se debilitan. Así que tenéis que cuidaros, tenéis que vigilaros; debilitar entre todas a la que se fortalece; darle más poder a la que se debilita. Yo no puedo hacerlo solo. Tengo todo el poder, pero lo utilizo según vuestros consejos. Así tiene que ser. Así ha sido siempre”.
Me he acercado al grupo con Vanidad entre los brazos. Compasión se ha adelantado y extendiendo sus brazos hacia mí me ha invitado a que le deje coger a su hermana. Vanidad no se ha resistido. De nuevo las criaturas han formado un círculo, pero esta vez no en torno a mí sino a Compasión y Vanidad. He aprovechado para irme. El camino hasta mi cabeza ha sido largo y todavía tengo que volver a casa. Este ha sido, sospecho, sólo el primero de los muchos viajes que me esperan. Ni siquiera sé si el nuevo statu quo entre las criaturas sobrevivirá a esta noche. Probablemente no. Todas quieren el poder, está en su naturaleza. Pero ahora sólo me preocupa el camino de regreso. Sólo el camino.