Nos sentamos en silencio,
cada uno en una punta de aquel salón.
Casi podía oírte pensar,
casi podía sentir tus manos en mi cuello
y el beso más frío en el último aliento.
Me podrías matar.
Sé que ahora mismo podrías hacerlo.
Pero también sé que necesitas
lo que querrías destruir.
Esto.
Este vínculo enfermizo
que nos confunde y nos envenena.
Algo que creemos sagrado;
pero no lo es.
Nunca lo fue.
No hay mística alguna en los accidentes.
Y yo no sé lo que quiero de ti,
si tu fragilidad o tu locura.
Aunque en realidad no importa,
porque nunca vas a darme nada.
Nada que yo necesite con desesperación;
con el ansia impaciente de ese perro de ahí
por las sobras de tu comida.
Babeante y sumiso.
Si le miras bien a los ojos
verás a un asesino.
Creo que aceptaré tu oferta.
Me desnudaré y me pondré el disfraz.
El que tú quieras.
Hágase tu voluntad.
Ya no puedo perder en este juego;
ya no puedo perderte
y tú no puedes escapar.
O eso es lo que susurran las cadenas oxidadas en el suelo
y los cuchillos debajo de la cama.
En teoría esta era nuestra fiesta.
Nuestro momento,
nuestro sábado por la noche.
Y hemos salido corriendo
cada uno en una dirección.