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Llené de explosivos todos los rincones de la casa,
y hoy, el día después,
voy tapando con mantas los desperfectos.
Nada se ha salvado.
Ni lo que me regalaste,
ni lo que te regalé,
ni las cien conchas de mar rescatadas de cien naufragios.
Ni siquiera las promesas más pequeñas
salieron ilesas de la detonación.

No es el mejor momento para entonar himnos de victoria,
pero por alguna razón llevo horas silbando «We are the champions»
mientras paso mis dedos por la pintura carbonizada de la pared.
Y ahora que veo el rastro blanco que los dedos van dejando
leo en esos surcos los nombres de una lista de invitados.
Los recuerdo.
A todos y a cada uno.
Los recuerdo con mi invitación entre los dientes
y la sonrisa en el estómago,
pero sin seguro de vida,
ni contra incendios, ni contra robos o explosiones.
Fiándolo todo al acuerdo verbal:
«Pasen, pasen y vean,
y no se preocupen por nada.
Yo me encargo de su seguridad».