Ha habido mañanas de fieras salvajes.
Despertares en la aterradora oscuridad de la jungla.
Los ojos lloran hacia adentro
y un grito primitivo se abre paso a arañazos
desde el centro de mi corazón.
Dime, ¿en qué momento de aquel verano con las horas contadas
solté el timón y perdí el rumbo?
¿Cuál de aquellos «para siempre» fue el más embustero?
Escribí cien cartas y no las envié,
y llegaron postales de lugares que parecían una posibilidad.
O eso creo, ahora, cuando lo único posible es que la mañana llegue de nuevo
y me encuentre acurrucado sobre las cenizas de la noche anterior.
Y vuelta a empezar.
A dar explicaciones.
A gobernar mis impulsos desde la retaguardia.
A pedirle que no espere más,
o que espere demasiado.
Todo o nada.
Qué mal jugador.
Sólo veo la casilla de salida
y allí, a lo lejos, una montaña de decisiones.
Desde el campamento base, sin escarpines,
os veo pasar a todos,
y murmullo un «seguid sin mí, luego os alcanzo».
Un compromiso aún más mentiroso que los «para siempre»,
porque lo que el corazón quiere gritar es:
«¿Cómo podéis seguir sin mí?
¿Cómo os atrevéis?».