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Por una vez no fui yo el que salió corriendo.
Te vi venir, como un tren de mercancías.
Me puse delante, te invité a bajar.
Me hablaste de aquel tren;
que ya nunca paraba por nadie,
que no admitía pasajeros.
Y entonces fuiste tú quien me tendió la mano.
«Sube. Vamos a la siguiente estación»
Pero no había siguiente estación.
O saltaba yo, o saltabas tú.

Lo intenté varias veces
y en el último momento me cogías de nuevo de la mano
y pronunciabas un conjuro.
Pero debí haber saltado.

Sé que en el fondo
quien se queja es ese niño de ahí.
El que subió conmigo y se sentó, en silencio,
en el último vagón.
Es caprichoso y malcriado,
y tú lo sabías bien.
Te hablé de él, ¿recuerdas?
Sólo quiere lo que no tiene, o lo que le quitaron.
No lo puede evitar.
Y es él quien quiere continuar el viaje.
Quiere manejar el tren.
Parar en cada estación (sin despedirse)
y que sean otros los que esperen;
que siempre sean otros los que pierdan.

Esto nunca tuvo que ver contigo.
Podrías haber sido tú u otra cualquiera.
Otro tren, otra estación, otros conjuros.
De hecho, hoy amanecí en un lugar que ya conocía.
Como en un sueño recurrente;
un deja vu perpetuo.
Y una voz susurra a mi oído:
«Mátalo. Mata al niño».