Nos encontramos en la niebla.
Más allá de aquel momento no se veía nada.
Sólo presagios.
Sólo la sospecha de una tempestad inminente
y devastadora.
Lo que, si he de ser sincero,
no me preocupaba en absoluto.
No estaba allí para quedarme.
No estaba allí.
Apacigüé a la fiera con algo de alcohol
y pastillas para la serenidad,
y empezamos a hablar con signos.
Nuestros códigos eran parecidos
pero no eran los mismos,
ni tampoco estaba claro que necesitáramos
bailar con el espejo.
Pero, por una vez,
era tentador no sentirse en suelo extranjero.
A media luz seguía viendo las pupilas dilatadas
de un animal herido.
Avanzabas y retrocedías.
Me rodeabas, me estudiabas,
tratando de adivinar si era depredador o presa.
Respiré hondo, cerré los ojos,
y no me quejé cuando sentí tus colmillos.
Era exactamente lo que había venido a buscar.
Esto nunca se trató de ti o de mí.
Era un cuento de vampiros.
De sombras que se movían, tenebrosas,
en el punto ciego de la memoria.
Esta mañana probé la sangre seca de tus labios,
y te dejé marchar.
Aún herida.
Aún preguntándote si eras presa o depredadora.