Y entonces vi algo en ti
que hasta ahora había pasado desapercibido.
El resplandor hiriente de tu carcajada,
y tus ojos susurrándome:
«Te lo tienes merecido.
Y ella…
Ella también.»
Conocía tu reverso tenebroso,
y lo alto que podías volar
con unas alas hechas de rencor.
Pero la crueldad…
Creía que no era tu estilo.
Que preferías una condena al frío y al olvido,
y fingir que nada te afecta,
que nadie te puede tocar.
Te detuve en seco:
«Basta. Esto no tiene gracia».
Ejecutaste otra de tus burlas
y, como por arte de magia,
terminé pidiéndote disculpas.