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No me reconozco en los halagos
ni en las loas de buen capitán.
Si hago lo posible por mantener el barco a flote
es para no hundirme con él.

Navegué veinte años sin rumbo.
El oleaje, aunque calmo,
siempre amenazaba tormenta,
y por alguna razón siempre creí
que todo mi mundo era este barco.
Esta fantasía de madera y viento
sobre la que ahora nos abrazamos.

No puedo naufragar.
No hay tierra firme en mil kilómetros.
Ni sirenas.
Ni ballenas que me traguen
y me den cobijo en sus entrañas.

Pero sí, siempre he sabido
que algo tiene que cambiar.
Que los sueños de trascendencia
pesan demasiado.
Que con todos ellos a mi espalda
no puedo flotar.

Necesito aferrarme al presente,
que hoy son tus labios
y la ropa que nunca te quitas,
y la humedad entre tus muslos.
Porque ahí, entre la carne y los vapores
del más primitivo ritual,
me siento seguro.
Controlo la situación.
El oleaje, las tormentas;
incluso el naufragio.
Y sólo las expectativas
pueden arruinar este momento.
Las tuyas y las mías.
Pero tú ya tienes lo que buscabas
y eso, aunque no alcances a comprenderlo,
sólo complica las cosas.
Y no nos queda mucho tiempo.