Desperté asustado como un preso
la mañana de su ejecución.
Hasta sentí los balazos en el pecho,
el terror súbito del fin de trayecto.
Y hablé con el miedo
y el miedo me dijo que él es sólo miedo,
que no puede ser nada más.
Y cada mañana me despido de él,
y cada día desaprendo sus lecciones
para llegar a la noche sin nada que temer.
Pero algo sucede en la oscuridad.
Acompañado o solo, no hay ninguna diferencia.
Algo sucede más allá de la consciencia,
donde siempre estoy solo
y siempre tengo la sensación
de estar siendo observado,
o puesto a prueba
en una batalla sin fin
entre la memoria selectiva y tendenciosa,
y la esperanza, que es tan frágil
y tan venenosa.
Todo lo que quiero está escondido en un sueño.
Y a veces consigo algo de lo que quiero,
y entonces dejo de quererlo.
Si ya no pertenece al sueño no puede ser tan bueno.
Es otra batalla que no puedo ganar;
entre la fantasía futura, libre de ansiedad,
y un presente donde no es posible ser feliz.
Sé que ella quiere quedarse.
Para siempre, quizá.
Y no sé si es ella la amenaza
o el «para siempre, quizá».
Sé que no es lo que buscaba,
pero nada de lo que busco es demasiado real.
La he hecho llorar tres veces.
Tres cuchillos que, al atravesar nuestro abrazo,
terminaron clavados en mi estómago.
El dolor ardiente del acero penetrando en mi piel,
la tristeza de mirar unos ojos asustados,
y la culpa, la maldita culpa,
son munición suficiente
para el pelotón de fusilamiento de una nueva mañana.
Y vuelta a empezar.