Me gritó: «¿Qué creías que iba a pasar?».
Yo asentí.
Y callé, con la piedra aún en la mano.
La dejé caer al suelo,
y a ella la dejé perderse tras un telón de lluvia.
Soy el dueño de una fábrica
de ilusiones defectuosas.
Nada sale vivo de aquí.
Nada traspasa ese cartel rotulado en sangre:
«Animales heridos. No acercarse».
Me encontró fuera de la jaula.
Se creyó mi historia sólo en parte.
Se colgó de mi cuello
y salimos de allí.
Y se creyó otras historias
que en parte eran verdad
y en parte sólo declaración de intenciones.
O fantasías de una noche en la que todo era posible.
Le dibujé un garabato
en la palma de la mano,
y le leí el futuro.
«Todo lo que ves de mí, ahora es tuyo».
No miró más allá.
Las sombras en la pared,
la humedad,
los barrotes oxidados.
No quiso saber.
Se colocó el antifaz y siguió adelante.
Yo sacudí el polvo del disfraz
y traté de ocultar la sangre.
Se oyó un: «¡A sus puestos!».
Sonó un disparo
y el mundo tomó la forma de un instante.
Me prometí correr tras ella
hasta que se borrara aquel garabato de su mano.
Cumplí la promesa.