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Todos gritan desde sus atalayas en el cielo
que son iguales que los demás.
Que no tienen miedo.
O que son distintos, pero están unidos.
En comunión.
Por el vínculo inquebrantable del asesinato.
Todos en los funerales de todos,
en procesión de recelos compartidos.

No conocen el dolor
ni la nostalgia de un árbol sin raíz.
El dolor es una foto que se enseña
para que los otros crean que no es para tanto.
Los otros hacen lo mismo por ti.
«No te daré las tragedias que no quiero en mi cabeza,
ese es nuestro acuerdo.
Así hacemos las cosas en este cielo».

Del autoengaño a la sugestión colectiva.
Si deseas algo con todas tus fuerzas
no lo tendrás.
Pero caerás agotado de tanto desearlo,
El paraíso es que los demás caigan también.
El fracaso de todos es la verdadera democracia.
Todos distintos, todos iguales.
Con el puño en alto,
y en la otra mano una piedra
para tumbar a los que quedan por caer.
Para ser todos iguales.

Cada día una cruzada.
Una bandera.
Una causa.
Hoy es el Día Mundial de la Desvergüenza,
y no ha salido nadie a celebrar.
Estás solo en medio de la calle,
con tu cruzada, con tu bandera, con tu causa.
Los coches preferirían no esquivarte.
Pero te esquivan.
Están unidos por el miedo a las consecuencias.

Has vuelto a casa.
Te preguntas si ha merecido la pena.
Si una cruzada, una bandera y una causa,
solitarias,
pueden pesar en la conciencia.
Si es que existen, siquiera, si nadie las menciona.
Te preguntas si tú existes,
aunque los coches te esquiven.
«Me esquivan, luego existo.
Les importo.»
Después caes en la cuenta;
«Si me pasaran por encima
sería como un abrazo».
Te sientas delante del televisor.
Te sometes a las descargas anestésicas de sus mentiras.
Por primera vez en mucho tiempo dejas de sentir.
Y respiras.