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Nubes densas de algodón y humo
amenazan con un otoño prematuro e inminente.
Aún no estoy preparado para volver.
La tormenta eléctrica me sorprende en el alambre,
a la misma distancia del comienzo
y del final.
Aún no estoy preparado para dar otro paso.

Me senté en el aire a hacer malabarismos.
Sin mirar al frente.
El miedo y su respiración pesada
golpeando en mi espalda.
A veces las piernas me fallan.
Caigo de rodillas con la intención de erguirme de nuevo
sobre ese mar de demonios sin domesticar.
Soy ingobernable en el temor
y ciego en los arrebatos de euforia.
El término medio es una virtud embustera,
a medio camino entre lo que quiero y lo que no puedo.

Me he cansado de los conflictos ajenos.
Los he vomitado y vuelto a vomitar.
Y, así, me he alejado de la corriente
y de las mareas,
de los propios y los extraños.
Casi sin darme cuenta
me cobijo en un rincón.
Desde ese abrigo imaginario, espero.

Juez y parte de todos mis pecados.
Pecado de ausencia, pecado de indolencia,
pecado de morder sin hambre.
Creo, y no me equivoco, que la redención
es hermana del movimiento.
No le debo nada a nadie,
pero sigo dejando caer monedas
a la sombra de mis inseguridades.
Está en mi naturaleza entregarme sin medida
para desear amanecer en otra parte.
En cualquier otra parte.
Y seguir mordiendo.
Y seguir sin hambre.

Un embalse que desagua en tiempo de sequía,
y cierra las compuertas cuando hasta el mismo cielo
pretende desbordarse.
Es la única manera de cruzar al otro lado.
Camuflado por el polvo de la demolición
y el estupor de la debacle.
Es la única manera que conozco.
La única manera.