Cuando no me quede tiempo, decídmelo. Cuando nadie apueste por mí, ni siquiera el más optimista de vosotros, decídmelo. Decidme que no me queda tiempo para que pueda volver a casa y tener un poco de tiempo. No me hagáis perder el tiempo creyendo que puede quedarme más tiempo si me porto bien. Mandadme a casa, a mi casa. Que pongan sábanas de seda y abran todas las ventanas para que pueda recibir a las pocas personas que no me hacen perder el tiempo. Y decirles adiós diez veces, cien, mil… Hasta que no haya que despedirse más, hasta que no quede nada por decir, y entonces aprovechar el tiempo.

Cuando no me quede tiempo, tiempo es lo único que voy a tener, así que no me hagáis perder el tiempo. Llevaos a las plañideras y en su lugar que suene algo de música. Que suenen las voces de los que nunca me hacen perder el tiempo, porque el tiempo sólo existe estando con todos ellos. Ocupaos de mis asuntos, que pronto serán vuestros asuntos. Si siento dolor, calmad mi dolor pero no me arrebatéis del todo la consciencia. No tendré tiempo para vivir inconsciente. Si quiero dormir, dormiré, porque sé que podré soñaros. A vosotros. Vosotros sabéis quiénes sois.

Cuando no haya tiempo, decídmelo. Si sé que no hay tiempo, tendré todo el tiempo del mundo. Por primera vez en mi vida aprovecharé cada minuto como si fuera el último, y no será un eslogan publicitario. Eso que siempre nos decirnos: “Mañana empezaré a vivir cada minuto como si fuera el último”. Y nunca lo hacemos. Porque nos queda tiempo. Porque el último minuto es el último, no puedes disfrazar de último al penúltimo, ni al antepenúltimo, ni a ninguno de los anteriores.

Por eso, cuando no quede tiempo, decídmelo. No disfracéis el último día de penúltimo, ni de antepenúltimo, ni de ninguno de los anteriores. No hagáis que pierda el tiempo  que no tengo ni les hagáis creer a los que nunca me hacen perder el tiempo que podemos perder el tiempo juntos. Porque no será así. Porque no quedará tiempo.