Gritó ¡hijo de puta! al televisor,
y el eco rebotó en las grietas de las paredes
de su estómago bien agradecido,
como el ¡eco, eco! que el pozo te devuelve.

Pero aquel pozo estaba tan sucio,
sus aguas tan podridas,
que lo tapó con un tablón de aglomerado
y colocó encima el televisor
para no tener que asomarse nunca más.

Para  no tener que oír nunca más esos otros gritos.
Esos, los que salían del pozo.
¡Hijos de puta!, gritó.
Al televisor, al pozo y a los gritos que le buscaban a él.