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En aquella ventana
nunca daba la luz del sol.
Sólo se veían los tendederos
y las ventanas del edificio de al lado
para las que tampoco se ponía ni salía el sol.
No importaba.
Nos dormíamos tarde, y ella me despertaba muy temprano.
Los tendederos y la mujer con rulos que tendía la ropa a las 6 de la mañana
era lo primero que veía al abrir los ojos.
Podría haberme sentido como el preso que despierta
a la visión del cemento y las rejas,
pero sólo tenía que girar la cabeza y observarla desperezándose
para que el mundo, con sus rulos, sus tendederos y sus ropas amarillentas,
se quedara fuera.
Dentro, nosotros.
El microcosmos del calor mutuo,
de su olor, de los besos medio dormidos.

Nunca imaginé que la calma pudiera ser aquello,
una cama pegada a una ventana
que nunca había visto el sol.
Y entendí que el sol calienta
sólo si sientes que calienta.
Entendí que el sol estaba en aquella cama,
no en el cielo que se adivinaba por ahí arriba,
en algún lugar,
sobre las torres de ladrillo viejo.