Dibujas con carbón tus propios huesos;
las curvas, los ángulos,
tu silueta a contraluz
y la cortina que te sirve de escudo.
La más pura fragilidad
pelea a muerte con los trazos agresivos
y todos los espejos reflejan tu imagen.
Lo que no eres.
Lo que nunca has sido.
Pero es este un juego de apariencias
y medias verdades.
Aunque todo esté a la vista.
Todo, a la vista de todos.
Sólo hay que pararse y mirar
más allá de la carne y de los huesos.
Más allá de la cortina.
Sé que no es sencillo resistir la tentación.
Ni tú eres de barro
ni estas manos son de piedra.
Pero es inevitable.
Es inevitable que tomes el carbón entre tus dedos
y nazca otra criatura.
Es inevitable que yo detenga el tiempo
porque tengo algo que decir.
No podemos controlar nada,
excepto, quizá, a esas criaturas
o esta tinta que tanto se parece a la sangre.
No sabemos nada,
pero nos reconocemos en las cicatrices,
y conocemos esa celda fría y oscura
donde los demonios pronuncian palabras
que nunca se comparten en la red social.
Y no sé si existen los ángeles,
y no sé si hay un dios.
No sé si tú podrías dibujarlos,
no sé si yo tendría algo que decirles.
Pero sé que hay un camino;
ahí, ahí delante.
Un solo camino.
Y que cuando caigamos de rodillas, agotados,
heridos de muerte por la sed y el hambre,
dibujarás con carbón un refugio
y yo me beberé esta tinta que tanto se parece a la sangre.