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Déjame hablarte de mi frialdad.
De aquel niño asustado
que sólo sabía quererte haciéndote daño.
Déjame contarte por qué no había grietas
en la armadura del caballero que imaginaste.
Por qué nunca te cogió de la mano
ni te dio un beso en la mejilla,
ni se acercó a oler tu pelo.

Su batalla siempre fue consigo mismo
y todos los demás eran el enemigo.
Incluida tú.
O, sobre todo, tú.

Aquel niño creía que el amor,
que lo hermoso de este mundo,
le debilitaba.
Y tú eras tan hermosa,
y tan indescifrable.

Y muchas veces pensó en apoyar su cabeza en tus rodillas.
Y en el fondo sabía que aceptarías darle cobijo.
Pero, ¿y después?
¿Qué pasaría después?
¿Qué le pedirías?
¿Qué estaría él dispuesto a darte?

Así que, poco a poco, fue alejándose.
Llevaba los puños tan apretados que no se dio cuenta
de que goteaban sangre.
No le dolía, porque todo en él era desgarro.
Todo, excepto su armadura.