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Estaba convencido de que podía ganar.
Todos los augurios, todas las señales,
apuntaban en una misma dirección.
Me llevaban hacia ti.
Hacia tus manos de escultora,
hacia tus labios pequeños (sólo en apariencia).
Hacia ti.

Pero algo se torció.
El viento cambió de dirección y no me di ni cuenta.
Sentí la descarga eléctrica en la espina dorsal
y a duras penas pude controlar las náuseas.
Lo imposible estaba sucediendo,
y todo lo demás ya no iba a suceder.

Las ganas de quedarme allí, a tu lado,
eran tan devastadoras como la explosión de ira
que me sacó de allí.
No sé si fue desengaño o vergüenza,
o todo a la vez.
Todo.
Mi cuerpo helado frente a una avalancha de nieve.
Y ya no podía dar ni un paso atrás.
No podía negar mis propias palabras
ni mis intenciones.

Aquel fue el último de los últimos abrazos
y, aun así, alguien susurra a mi oído:
«Por ahora… Por ahora…».
No quiero dejarte sola,
pero la misma voz susurra:
«Déjala sola… Sola».

Una gata negra me observa, indiferente.
Sabe que voy a irme,
pero no le importa.
A ti sí te importa,
pero no lo dices.

Aún tengo deudas que pagarte;
en reproches o en caricias,
en risas o en dolor.

Estas nubes van hacia tu montaña,
pero no las manejo yo.
Ahora mismo mi única certeza es
que no tengo control sobre nada de este mundo.
Ahora mismo la tristeza es un bálsamo cálido y dulce.
Al menos por las noches;
cuando te escribo cartas que nunca acaban,
cuando no siento que en mi pecho lata un corazón.
Ya volverá.
Volverá mañana,
como el impulso por probar otra droga que no seas tú.
Pero nada me calma;
nada me separa de mi memoria implacable.

No te entiendo, niña.
Por más que lo intento, no te entiendo.
Debiste quedarte allí, en el norte,
lejos de mis dominios.
No debiste salir de la cama
el día que nos conocimos.

Mira estas manos.
Están temblando.
Mira mis ojos.
No han dormido.
No hay descanso ni sosiego
en el camino de vuelta desde tu montaña
de fósiles y hielo.