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Volvíamos de Bolonia en coche,
y apareció el terror.
Me dijiste:
«Estás muy callado».
Como si aún estuviera allí, a tu lado.
Pero no estaba allí.
Buscaba una salida de aquel tren de pensamiento;
un letrero luminoso;
un «tranquilo, todo va a ir bien».
Y por un momento,
y por mil momentos más,
todo fue bien.

Ahora, trescientos días después,
desfigurado el gesto,
con tus sueños hecho añicos entre estanterías de madera blanca
y una cama vacía de 90,
cada segundo sobrevuela la fantasía de volver a intentarlo.
Y la fantasía se estrella contra un muro
hecho en parte de aquel mismo terror
y en parte de pura negación.

Hace trescientos días, también,
que te di a leer este cuaderno;
pero mi cinismo no llega tan lejos como para decirte
que estabas advertida.
Leíste escenas de una vida anterior,
nada que ver contigo.
Hasta que, poco a poco, el cuaderno se llenó de ti.
Una mala señal.
Un mal presagio.
Yo, que no creo en el destino,
me convencí de que estábamos condenados.

¿Qué puerta he dejado abierta
para que en cada duermevela, desde aquella noche de mayo,
me visite la tristeza?
Si cada paso que doy parece ir
en el sentido equivocado.