Ahora que ya me sé toda la teoría,
entiendo que no es suficiente.
Que nunca es suficiente.
Ahora que intento sentir
-sin más, sólo sentir-,
admito que no sé cómo hacerlo.
Todo está aquí dentro;
los planos, las estrategias.
Incluso una pata de conejo,
por si algo falla.
Pero no puedo separarme de mí mismo,
y hoy, como antes,
como siempre,
sigo siendo puro pensamiento.
Y cada pensamiento,
una amenaza.
Y las amenazas sólo engendran hijos
cubiertos de sangre y de miedo.
Miedo a pensar.
A pensar en lo que me da miedo.
Y si me dejo llevar, y cierro los ojos,
abro la puerta a los fantasmas y los disparates.
Me sorprendo creyendo en ellos
como un hijo cree en la infalibilidad de un padre.
Caigo de rodillas,
e imploro clemencia.
¡Basta! ¡Haz que pare!
Pero estoy solo en la habitación.
Me pitan los oídos,
y la cabeza es una olla a presión
donde se cocinan mis fantasías de fracaso.
Así ha sido desde alguna mañana de la niñez,
cuando me envenené de una idea:
«El fracaso no es una opción».
Esa era la teoría
escrita con el carbón de los Reyes Magos
en el centro de mi pecho ardiente.
Haz que pare,
o haz que estalle
en un fogonazo tan deslumbrante
que haga que todos se callen.