Tú,
tú no sabes lo que es el dolor.
La sospecha constante, insoportable,
de estar en los albores de una catástrofe.
Y nadie corre, y nadie grita.
Porque todo está sucediendo dentro de tu cabeza;
al mismo tiempo.
Todo.
Todas las alarmas sonando al unísono.
Tú, que me regalas lágrimas y abrazos,
y besos en el cuello que son como la caricia de una nube
en el pico más alto.
Tú no sabes lo que es caminar en mis zapatos
y en ese preciso instante sentir la humedad;
ver que alrededor, hasta donde muere la vista,
sólo hay un páramo de barro humeante.
Como hace sólo un segundo te quería,
así, con la misma devoción, con la misma franqueza,
así me haces odiarte.
Con la furia contenida con la que follamos la noche anterior,
y la anterior a esa.
Cuando te agarré del cuello y me pediste que apretara.
Más, un poco más; un poco más fuerte.
Tú, que me das fruta y leche para desayunar,
y ese veneno corrosivo
que avanza hasta el centro del corazón.
Y entonces se apagan las luces.
Entonces lo único posible es caer en la trampa;
y asumir el error.
Otra vez.
Y otra más.
Hasta este hartazgo de fin de trayecto
al borde del precipicio.
Y ahora, no sé por qué, recuerdo a aquel chaval rubio;
aquel que murmuraba, serio y resignado,
«¡Ay, amor, cómo te odio!»,
y desde allí abajo, desde el fondo del desfiladero,
te rogó que saltaras.